Sus piernas apenas la sostenían y veías en su determinación que lo que la movía era su corazón. Su impotencia, sus ganas de seguir conectada al mundo. El coraje de que la naturaleza le estuviera negando y que le estuviera pasando por primera vez en su vida ahora. Comía como un pajarillo y a ella le parecía que pecaba de gula. También reía, estiraba la comisura de sus labios y era el ser más hermoso del planeta.
Era genial mirarla. Era como los elefantes ancianos, o las tortugas centenarias, de apariencia tranquila y sabia pero con tanto carácter... allí estábamos las dos, ella tranquila como un tornado antes de la tormenta que yo sabía no tardaría en llegar... y llegó.
Me pidió que le enhebrara varias agujas, agujas que no llegaba a ver. Yo, obediente, hice caso y se las fui pasando una a una. Hilo blanco. Agujas de ciega, demasiado pequeñas para ser de ciega. Y entonces, pese a que ya estaba oscureciendo, no entraba sol por la ventana y no tenía una lampara auxiliar que le iluminara lo poco que podía vislumbrar delante de sus narices, comenzó a hilvanar un trapo. Era una antigua sábana que había cortado hacía ya tiempo para que quedasen como paños y que estaba ya estropeada. Pero ella quería que quedase bonito.
Estuve, sobrecogida, observándola más tiempo aún, atenta y esperando el pinchazo, esperando para cuando ella desistiese, continuar su tarea pese a todo el tiempo que hacía que no cogía una aguja. Ella me había enseñado todo lo que sé. Sin embargo, no llegó ese momento. Ella cosiendo a ciegas y yo encendiendo luces para facilitarle la tarea, daba igual, sus ojos vacíos no alcanzaban a enfocar la aguja.
Pero cosió, palpando consiguió hacer el trapo entero, la zurda por delante y la diestra tanteando el camino a su vez.
Aun hoy me pregunto si yo conseguiré, a su edad, ser así. Seguir haciendo lo que amo. Me pregunto si seré capaz, sorda y casi sin voz, de hilvanar palabras a tientas. Si seré capaz de poder escribir.
Me pidió que le enhebrara varias agujas, agujas que no llegaba a ver. Yo, obediente, hice caso y se las fui pasando una a una. Hilo blanco. Agujas de ciega, demasiado pequeñas para ser de ciega. Y entonces, pese a que ya estaba oscureciendo, no entraba sol por la ventana y no tenía una lampara auxiliar que le iluminara lo poco que podía vislumbrar delante de sus narices, comenzó a hilvanar un trapo. Era una antigua sábana que había cortado hacía ya tiempo para que quedasen como paños y que estaba ya estropeada. Pero ella quería que quedase bonito.
Estuve, sobrecogida, observándola más tiempo aún, atenta y esperando el pinchazo, esperando para cuando ella desistiese, continuar su tarea pese a todo el tiempo que hacía que no cogía una aguja. Ella me había enseñado todo lo que sé. Sin embargo, no llegó ese momento. Ella cosiendo a ciegas y yo encendiendo luces para facilitarle la tarea, daba igual, sus ojos vacíos no alcanzaban a enfocar la aguja.
Pero cosió, palpando consiguió hacer el trapo entero, la zurda por delante y la diestra tanteando el camino a su vez.
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