martes, 19 de enero de 2016

A los que amamos, podemos odiarlos. Los demás son indiferentes.



Solo quedaba tirar la última estrella al lago, ya se encargaría la luna de devolverlas la firmamento esa misma noche. Hacía calor. Era de esos días en los que notabas que el cuero cabelludo estaba pringoso. Y te daba asco pero tenías algo más importante que hacer.

Ahí estábamos, en medio de ninguna parte lanzando las estrellas caídas al lago. El maldito lago. La maldita leyenda y mi maldita pelirroja con alma de bruja ancestral. Seguíamos tirando y jadeando, cuando lo que me hubiera gustado hacer hubiera sido tirarla a la sombra del manzano y hacerle el amor a plena luz del día. Y luego, disfrutar del maldito lago, pero esta vez tirarnos nosotros, y hacerle el amor otra vez.

Estaba guapa. Llevaba el pelo recogido
hacia atrás y una blusa que hacía que me encendiese casi tanto como le ocurría a sus mejillas cuando le soltaba un piropo. Allá vamos. Suspiramos, un quejido más y la estrella calló al agua, sin salpicarnos.

Me miró desde detrás de sus gafas y me hizo gracia su mueca.

- ¿Qué?
- ¿Contenta?

Ella hizo una mueca. Sabía perfectamente lo que esa mueca significaba, aún no estaba contenta, ni seguramente lo estaría nunca. Seguiríamos cazando estrellas buscando horizontes que liberar, visitando criaturas enfermas y haciendo el amor como tanto nos gustaba, a cualquier hora del día en cualquier lugar. Era una vida complicada, pero qué puedes esperar de la nieta de aquellas brujas que no pudieron quemar.

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