Los seres humanos viven llenos de energía, pero a veces se nos olvida lo mágicos que podemos ser. La piel nos cambia de color al sol. El pelo se nos aclara. Las manos se adaptan a nuestro trabajo. El cuerpo se acostumbra a levantarse a una hora cuando tenemos puesta una alarma durante mucho tiempo. Nos sale agua de los ojos cuando estamos muy tristes o muy contentos. Somos capaces de transformar un tomate en energía. Cuando nuestra piel se estira, el mar se hace dueño de nosotros, aparecen las olas en formas de estrías. Las sonrisas se nos acumulan en el borde de los ojos, anunciando a los niños que somos de fiar y a los adultos que somos felices. Nuestro cuerpo rompe a bailar sin control cuando nos dan una noticia que nos alegra el alma. Equilibramos nuestro sistema simpático y parasimpático suspirando. Damos calambre... y sufrimos chispazos que provocamos nosotros mismos.
De repente algo se acciona en nuestras cabezas. Es un breve pensamiento. Lo descartamos por imposible, pero su estela permanece, hasta que cobra fuerza y lo incendia todo. Esos chispazos, aunque no los veamos a corto plazo, aunque ni siquiera nos damos cuenta... existen. Existen y son los causantes de las cosas buenas que hacemos que nos pasen.
Son chispas que incendian bosques de amargura y desesperanza, si los alimentamos dejándolos airearse. Prendiéndolos con alfileres en nuestro pecho. Llevándolos a cabo.
Benditos chispazos que son contagiosos y llevan el mundo inevitablemente a ser un lugar mejor.
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